Capítulo 5

Estuvo bien que acordara con MacPherson que Tom pasara la loche con él. Era algo especial sentarse ante el tocador para cepillar su cabello y escuchar el tono agudo de voz de Tom y el suave ronroneo de Mac, leían y charlaban como viejos amigos, como compañeros. Se preguntaba de qué hablarían.

Tom acostumbraba conversar con cualquiera que lo escuchara, pero en los últimos meses, desde la muerte de su madre, se tornó más callado.

Excepto ese día con MacPherson, pareció ser el de antes, charlando feliz, saltando, y corriendo para regresar a compartir alguna información, alguna fascinante idea que hubiera pensado. Y cada tercera palabra parecía ser “Mac".

—"El señor MacPherson" —trató Emily de que dijera y MacPherson la miró.

Tom simplemente le explicó:

—A él le gusta que lo llame Mac.

Emily se percataba de que trataba de lograr algo que nunca funcionaría.

—Sólo no esperes demasiado, pequeñito —susurró ahora, sobre el ruido del agua corriente, al escuchar las risillas y la forma en que Tom decía una vez más "¡Oh, Mac!".

Entonces, de pronto la puerta de comunicación se abrió y el niño entró corriendo. Ya estaba listo para dormir, con el cabello húmedo, el rostro limpió y se lanzó sobre ella, con una sonrisa en el rostro.

—Vine a darte tu beso de buenas noches —le anunció.

Emily levanto la mirada para ver a MacPherson tras del niño. Dejó el cepillo y abrazó a Tom, usando su cuerpecito de seis años para cubrir lo que su camisón corto no ocultaba.

Lógicamente, sabía que si Mac la había visto en la portada de media docena de revistas, entonces conocía más de lo que mostraba ahora, pero no era lo mismo. En esas posaba, de forma impersonal, en dos dimensiones y además, no era ella en realidad y ahora sí.

Dio a Tom un rápido beso sonoro.

—Buenas noches —dijo enredando sus largas piernas desnudas bajo el algodón de su camisón. Mac la observaba sonriente.

—¿Tendré yo también un beso de buenas noches? —inquirió.

Emily hizo un gesto, pero Tom resplandecía de gusto.

—Sí —aceptó el niño—. A Mac también.

—¡Tom, por todos los cielos!

—Siempre me hacías besar a Gloria.

—Gloria es una amiga. No es lo mismo.

—Mac es un amigo también, tú lo dijiste —le recordó Tom—, y él no huele a pintura.

—Creo que es un cumplido —aunque no parecía dispuesto a capitalizarlo. Dio un golpecito en su mejilla y le sonrió a Emily—. Uno chiquito, aquí. No se necesita fuerza.

—Lo besaste en la estación —le recordó el niño.

—Eso fue diferente.

—¿Cómo? —inquirió el pequeño, sorprendido.

Emily sabía por experiencia que las explicaciones no harían ningún bien, así que mejor lo besaría y terminaría con eso.

—Bien —puso a Tom en el suelo, se levantó, se mantuvo tan cubierta como pudo y besó a MacPherson en la mejilla.

—Ya… —asintió—. ¿Satisfecho?

—Sí —aceptó Tom.

—Ni por casualidad —murmuró Mac. Tomó al niño por los hombros y lo guió de regreso a su habitación—, pero creo que tendré que esperarme por el momento — guiñó un ojo y sacó al niño del dormitorio.

Emily se sentó de nuevo en la cama y en sus labios sentía el breve contacto con la mejilla de Mac. Tienes que controlarte, se sermoneó, pero le tomó más de una respiración restaurar su equilibrio.

—Él no es tan apuesto —musitó para sí, aunque no se trataba de su apostura.

La atraía; era fuerte, capaz, solícito y bondadoso, sensual y cariñoso. Una combinación letal. ¿Adónde la llevaría? No lo sabía.

Mac no había cerrado la puerta cuando salieron y Emily se levantó a cerrarla. Al hacerlo escuchó una charla.

—¿Piensas que podremos ir de excursión mañana? —preguntaba el pequeño.

—Si el clima es bueno —hubo una pausa y luego Tom dijo:

—¡Qué bueno! Yo creía que nunca iba a hacerlo, pensaba que se necesitaba un papá para eso —la chica retuvo el aliento.

—Eras muy chiquito cuando él murió ¿verdad? —escuchó decir a Mac.

—Tenía tres años y recuerdo algunas cosas. Él me alzaba en sus hombros y a veces, los fines de semana, salíamos a comprar el periódico y un refresco y al regresar, nos metíamos en la cama de nuevo con mamita —la voz de Tom vaciló un poco—. Leían el periódico y bebíamos la Coca-cola, café; contaban chistes y reíamos.

—Debes extrañarlo mucho.

—Sí —la voz del niño era un susurro—. Yo quería que regresara y también deseo que mi mami vuelva.

Siguió un largo momento de silencio y después un sollozo seguido por otro.

Emily iba a cruzar la puerta cuando escuchó que Mac se movía.

—Ven aquí —le pidió, escuchó ruidos y luego lo que parecían sollozos sofocados contra su camisa.

—¡Oh, rayos! Tom, lo siento —musitó.

Emily se congeló con la mano en el picaporte. Debía entrar y tomar a Tom en sus brazos para consolarlo. Después de la muerte de su madre, él sollozaba y sollozaba, pero después de unos dos meses, eso había pasado y la chica sintió que él se recuperaba.

Ahora era como si el tiempo no hubiera pasado. Tenía que intervenir, mas se preguntaba si debía. Él no se lo había confiado a ella sino a Mac.

Más sollozos sofocados y luego escuchó:

—Está bien, ya estoy mejor.

—Lo estarás, lo prometo —declaró Mac.

—Yo no suelo llorar —musitó el niño.

—Está bien llorar —una pausa.

—¿Tú lloras a veces? —la voz de Tom estaba un poco vacilante y Emily esperó, tan curiosa como Tom. No podía imaginar que Sandy MacPherson llorara.

—Sí.

—¿Lloraste cuando tus padres murieron? —preguntó el pequeño.

—Lo hice cuando murió mi padre. Mi madre todavía vive, aunque está enferma del corazón.

—¿Se va a morir?

—Espero que no, pero me preocupa.

—Sí —dijo Tom después de un momento y Emily sabía que recordaba sus propias preocupaciones, tranquilizado ahora que comprendía que no eran únicas—.

Sé lo que quieres decir. ¿Tienes hermanos y hermanas? —siguió una pausa.

—No, no tengo a alguien más que a mi madre ahora.

—Yo tengo suerte porque tengo a Emily. No tendría a nadie si no la tuviera a ella —la joven sintió calor en las mejillas y de nuevo fue consciente de que escuchaba a hurtadillas, pero no podía alejarse.

—¿Y la familia de tu madre? —preguntó Mac.

—No me quieren.

—¿Qué quieres decir con que no te quieren? —el hombre parecía ofendido.

—No querían a mi padre y no estaban de acuerdo con que mi madre se casara con él.

—¿Cómo supiste eso?

—Mi mamita lo dijo —siguió un largo silencio. Emily, si no complacida, se sintió reivindicada. Si Mac pensaba que exageraba sobre la falta de apoyo entre la familia Gómez y su hermano y cuñada, ahora sabía que no era la única que lo sentía así.

—Creo que es muy tonto ¿no? —comentó Tom con candidez.

—Sí —escuchó que MacPherson respondía—, sí lo es —luego una pausa—.

Toma, suénate —oyó que el niño se sonaba la nariz—. ¿Mejor?

—Sí.

—Entonces es hora de apagar las luces.

—Emily siempre me lee un cuento.

—¿Quieres que la llame?

—No esta noche —declaró Tom, práctico—. Verá que lloré y se pondrá triste.

No quiero que Emily esté triste. ¿Tú podrías leerlo?

—Si estás seguro… —había vacilación en su voz.

—Tú sabes cómo, ¿verdad? —el niño parecía preocupado y MacPherson rió.

—Yo los escribo, ¿recuerdas?

—Está bien. Lo sacaré de mi maleta —Emily lo escuchó saltar al suelo y cruzar la habitación, revolver en su maleta y regresar—. Estoy contento de que seas amigo de Emily, Mac —comentó cuando rebotó en la cama y los resortes crujieron—. Me agradas.

Y antes que ella cerrara la puerta y volviera de puntillas a la cama, escucho a Mac decir con voz muy queda:

—Tú también me agradas.

La mañana amaneció brillante y quieta. Un día perfecto para ir a la Aiguille du Midi, de acuerdo con Mac. En cuanto a Emily, ningún día consideraba adecuado para subir a lo alto del mundo, en lo que le parecía un diminuto carrito.

—No tienes que venir si no quieres —le aseguró Mac—. Yo puedo llevarlo.

—No —movió la cabeza obstinada—. Voy, necesito ir.

Emily no hubiera podido precisar por qué se sentía tan firme a ese respecto. No era que temiera que Alejandro Gómez estuviera esperándolos en la cima de la Aiguille du Midi, listo para quitar a Tom de la protección de Mac, ella tuviera que evitarlo, pero tenía algo que ver con Gómez, con lo que escuchó la noche anterior entre Mac y su sobrino, con que éste tratara de protegerla.

Debía ser al revés, pensó entonces. Ella debía proteger y cuidar de Tom. Para eso habían huido a Francia, para que los Gómez se olvidaran de ellos y pudieran vivir en paz.

Era obvio que Alejandro no intentaba olvidarlos. Él los persiguió hasta Ginebra.

Si momentáneamente los perdió, sólo significaba que su persecución física había sido coartada, aunque todavía contaba con recursos legales o eso pensaba él.

Ahora habría una lucha, y a ella no le gustaban las confrontaciones. No le gradaban las batallas, pero si cuidar de Tom significaba luchar, lo haría, sí que necesitaba enfrentar sus temores y conquistarlos.

Empezaría esa mañana por subir al télephérique.

Tuvieron que esperar casi una hora hasta que llamaron su número para abordar el funicular. Todo el tiempo, Emily observó nerviosa los carritos bajos que salían de la estación y tomaban su camino de frente a la montaña.

—¿Estás segura de esto? —le preguntó Mac en su oído cuando ella mentalmente distribuyó sus posesiones mundanas y aventuró una leve sonrisa.

—Estaré bien. Son sólo los nervios.

Y de todas formas estaba agradecida de que él estuviera ahí para cuidar de Tom, porque ella apenas era capaz de hacerlo. Entonces llegó el momento de cruzar la estación y entrar en el coche donde quedó de pie, presionada contra una ventana, con una mano sujeta a un poste y los ojos fijos en la montaña.

Sintió que unos dedos fuertes se enredaban con los suyos y el duro hombro de Mac junto a ella.

—Tengo una idea —le susurró en el oído de forma que la chica pudiera escuchar su voz alegre. El funicular empezó a ascender.

—¿Cuál? —pudo decir Emily con voz trémula.

—Necesitas apartar tu mente de esto, pensar en algo más importante.

¿Qué, se preguntaba Emily, podía ser más importante que concentrarse en asegurarse de que el cable no se rompiera?

—En esto —y los cálidos labios de Mac se cerraron sobre los suyos mientras su firme brazo la rodeaba y la atraía contra su fuerte cuerpo.

Sólo podía atribuirlo a la altitud, o a su temor por las alturas o a otro número de cosas, pero fuera lo que fuera, el mundo de Emily se encogió, sus oídos se llenaron de ruidos y su jadeo en busca de aire se atenuó.

Su mano soltó el poste y se afianzó de la chaqueta de Mac, sus dedos se curvaron sobre el suave algodón, presionándose contra él desesperada, perdida en la calidez y hambre de su contacto.

—Se pierden de la mejor parte —se quejó Tom. No, pensó Emily, no es verdad.

Nada en el mundo podía ser mejor que eso.

Los impacientes movimientos en su espalda fueron la primera indicación de que habían dejado de moverse, ya que para ella la tierra seguía haciéndolo, pero alguien aclaró su garganta y musitó un "pardon, mademoiselle", seguido de un movimiento hacia la puerta abierta, que la volvió a la realidad. Emily, sonrojada, balbuceó:

Oui, monsieur, pardon —todavía abrazada por Mac, fue bajada del funicular para subir a otro.

—¿Qué…?

Él volvió a besarla tomando el beso donde lo había dejado.

—Ma…. —trató de protestar. Escuchó risitas, murmuraciones y no le interesó.

Sólo importaba MacPherson.

Fue cuando de nuevo se detuvo el funicular y empezaron más empujones y susurros que MacPherson retrocedió un paso y permitió un espacio entre sus labios.

—Quizá no fue tan buena idea —la voz de él estaba ronca y por primera vez ella notó la oleada de color que inundaba el rostro de él mientras que veía las pulsaciones en su sien.

—Vine hasta aquí —dijo con voz ligeramente más temblorosa que la de él.

MacPherson miraba a la multitud y al pasaje que separaba el pico en dos partes.

—Bien —musitó él—, aunque sería mejor llevarte a la cama.

Emily se sentía tan segura como nunca, a tres mil ochocientos cuarenta y dos metros de altura y le sonrió.

—Eres un gran Niño Explorador.

—¿Verdad? —declaró Mac.

—¿Podemos seguir a la cima, Mac? ¿Podemos? —lo atosigó Tom.

—¿A la cima? —repitió Emily—. ¿Qué rayos es esto?

—Estamos cerca —murmuró Tom y señaló hacia el elevador que los llevaría todavía más alto.

—¿Por qué no? —respondió Mac—. Si ya llegamos tan alto…

Emily se negó a mirar hacia abajo y permitió que Mac la guiara para cruzar el puente que unía la grieta entre el edificio de la estación del télephérique y un restaurante —tienda de regalos y el punto más alto a donde Tom se encaminaba. Ella pensó aceptarlo como victoria.

Hicieron fila para subir al ascensor y luego fueron apresurados, empacados como sardinas y las puertas se cerraron. El aparato empezó a subir. Ordinariamente, los ascensores no significaban ningún problema para ella: sería la altitud, pensó después. O la sensación claustrofóbica de compartir un espació estrecho con otras once personas. No sabía que fue lo que la poseyó, para farfullar:

—Creo que necesito otro beso.

MacPherson la miró.

—¿Es un tormento?

—Si yo tengo que sufrir, tú también.

—¡Qué cruel destino! —gimió y de nuevo cerró sus labios sobre los de ella. Fue sorprendente lo bien que funcionó.

—Mi papá y mamá se besaban así. Quizá ustedes dos deberían casarse — comentó Tom.

Eso y la súbita detenida del ascensor regresaron a Emily a la realidad. Se retiró mortificada, y llevó una mano a sus labios.

—¡Tom! —gritó la chica y MacPherson sonrió.

—¡Es una buena idea! —Emily pasó saliva, lo miró y él encogió los hombros ante su falta de respuesta—. ¡Ah, era sólo una idea!

Parecía tan atraído por la idea como Emily asombrada, por su aparente ecuanimidad. ¿Estaría él interesado en algo más serio que un coqueteo?

Se apartó de él y caminó hasta la orilla de la plataforma, sosteniéndose del carril hasta que el vértigo pasó y se atrevió a abrir los ojos ante la vista panorámica que tenía frente a sí.

Los Alpes Franceses eran todavía más dramáticos ahí que desde abajo. Había algo salvaje, una grandeza que Emily nunca encontró en las montañas de su país nativo, los Estados Unidos. Las Rocallosas, tan impresionantes como eran, parecían suaves en comparación.

Y, mientras ella miraba directo a los montañistas, que parecían alfileres en su camino sobre el sendero cubierto de nieve y hielo, se sentía maravillada de tanta belleza.

De hecho, era más fácil que pensar en casarse con MacPherson. ¿Por qué lo rechazaba? ¿Por qué la miró especulativamente?

—¿Contenta de haber venido después de todo? —la voz de Mac la asustó.

—Mereció la pena el viaje —afirmó sin pensar.

—Gracias —dijo él y Emily de pronto recordó lo que pasó, rió y se sonrojó de nuevo.

—No lo hagas —le pidió.

—¿Hacer qué?

—Sonrojarte. Hace estragos con mis hormonas.

—Es la altitud.

—Eso es lo que piensas —él sonrió.

Pasaron otra media hora en la cima y Emily no sabía qué la aturdía, la altitud o la profunda mirada de MacPherson. Estaba contenta cuando bajaron en el ascensor y se detuvieron en el restaurante y la tienda de regalos donde Tom adquirió un emblema de la Aiguille du Midi para que Emily lo cosiera sobre su chaqueta y Mac les compró bocadillos de jamón y chocolate caliente.

—Un hombre no puede vivir sólo de besos —susurró en el oído de Emily. Ella se sonrojó y lo empujó.

—Lo haces de nuevo, te sonrojas.

—¿Dónde nos sentamos? —preguntó Tom—. Todas las mesas están ocupadas.

—Siéntate aquí, cariñito —propuso una voz con acento americano. Una mujer de unos sesenta años señaló un lugar en la larga mesa que compartía con otras tres mujeres. Tom miró a Emily, quien asintió.

—Muchas gracias —dijo ella, se sentó junto a la mujer y señaló a Tom la silla al otro lado. Mac, que llevaba la bandeja con bocadillos y bebidas se sentó junto a él.

—Soy Maggie Copeland, de Dallas.

—Emily Musgrave —se presentó ella, porque la mujer esperaba una respuesta.

—Yo soy Tom —dijo el pequeño antes de dar un enorme mordisco al bocadillo.

Maggie Copeland le sonrió.

—Es agradable ver a las familias aquí —le comentó a Emily—. No entiendo a las que dejan a sus niños en casa y se van a pasear por todo el mundo sin ellos.

Walter y yo llevábamos a los nuestros a todos lados para abrirles los ojos y dejarles ver el mundo. Me complace ver que ustedes también lo hacen.

Emily, con la boca llena, asintió.

—Definitivamente —MacPherson respondió y Emily le dirigió una mirada consternada.

Maggie resplandecía.

—Usted parece británico, pero su esposa tiene el acento de los estadounidenses.

—Así es —aceptó MacPherson mientras Emily se sofocaba y Maggie volvió su mirada hacia Tom.

—¿Sólo tienen un niñito?

—Por el momento —MacPherson miró malicioso a Maggie Copeland. Todas las mujeres de la mesa se rieron y Emily se atragantó con el bocado.

Maggie se estiró y le dio una palmadita en la mano.

—Que te dé gusto que todavía está interesado, querida —la aconsejó—. Hay tantos esposos que se ocupan en buscar por otro lado… —Emily tragó.

—Él no…

—Por supuesto que él no —enfatizó Maggie—, ni parece que lo haría alguna vez. Mi Walter era igual. Del tipo casero, fiel. Eso puede verse en sus ojos.

A Emily le habría encantado mirar los ojos de MacPherson en ese momento, desesperada por saber exactamente qué era lo que Maggie veía, pero no había forma de hacerlo y enterró el rostro en su taza de chocolate caliente.

—Debemos irnos; vamos chicas —Maggie empujó su silla y apretó un hombro de Emily—. Les deseo lo mejor y espero que tengan media docena más —hizo una pausa, miró de nuevo a Tom y luego se volvió a Emily—. Ustedes dos hacen chiquillos muy apuestos.

Pasó un minuto antes que Emily pudiera mirar a MacPherson y cuando lo hizo él sonreía como el gato de Cheshire.

—Pudiste corregirla —lo acusó.

—¿Por qué? Se habría sentido desilusionada y abochornada si hubiera sabido lo contrario después de expresar sus opiniones. Además, tú pudiste explicárselo.

—No, por supuesto que no.

—¿Entonces?

Emily suspiró. No podía dar explicación sin parecer una idiota. ¿Cómo le decía a un hombre que se había entretenido con esos mismos pensamientos y que la idea era muy tentadora? Finalmente, pudo comentar:

—Me hizo sentir incómoda.

—¿Qué lo hizo? ¿La idea de ser casada o estar casada conmigo?

—No seas tonto.

—No lo soy —movió su silla y su boca curvada apenas sonreía—. Tom lo sugirió, ¿recuerdas?

—Tom es un niño y los niños dicen toda clase de tonterías.

—¿Piensas que eso fue tonto?

—Yo… —deseaba no haber terminado su bocadillo tan rápido y tener la boca llena ahora.

—Sólo para el registro, ¿planeas casarte algún día?

—Por supuesto, cuando encuentre al hombre adecuado.

—¿Y si ya está aquí?

La altitud hacía que sus oídos tuvieran ruidos y que escuchara palabras que no creía posibles. Pasó saliva, desesperada y trató de escuchar mejor, de que las palabras que él acababa de decir tuvieran sentido. ¿Y si él lo decía en serio?

—Yo… no lo he considerado —mintió.

—Entonces, considéralo —empujó su silla y se levantó—, y déjamelo saber.

¿Listo para irnos? —le preguntó a Tom que observaba cómo otro niñito hacía migajas su comida en el plato.

—¿Puedo mirar primero esas cadenas que están allá?

—¿Por qué no? —Mac tomó su mano, vio hacia el mostrador y luego se detuvo mirando sobre su hombro—. Toma tu tiempo —le dijo a Emily y sonrió—. Disfruta tu comida.